lunes, 2 de junio de 2014

Los atroces y su imperio del yo

La historia ha entronizado a los atroces.
Me consagro a la duda, el escepticismo es nuestro único botín en tiempos de decadencia, y un sistema para aplazar el imperio del yo, para delatar su impostura.
                                                                                           
                                                                                   (Emil Cioran)



Los atroces y su imperio del yo. Ahí siguen. Unos se van y otros llegan, cortados por los mismos o peores patrones. Montados en los globos de la autosatisfacción. Con trajes a medida y cobarta de seda, o el uniforme ramplón de coleguilla en la asamblea urbana. Pero todos arrastrando unos egos enormes que les escurren a churretones. Unos, tapando mentira con mentira, para mantener la posición. Los otros, vendiendo lugares comunes de barra de bar, como si se tratara de un descubrimiento científico que cambiará la faz del planeta. Y demagogia a carretadas, volquetes de obra -ahora que están en paro- atestados de las vulgaridades que mejor cuadran con la desesperación, el hartazgo o la desinformación. Todo avejentado, muerto antes de nacer. Y es que la realidad es más sencilla y a la vez más complicada. Pero, en cualquier caso, no pasa por repetir sandeces hasta que se las aprendan los incautos, ni por proclamar lo que quieren oir los fervorosos que nos aclaman.

Este país, además de la golfería congénita, tiene un gravísimo problema que se llama estupidez. Una plaga que atraviesa la sociedad de arriba abajo, y de la que pocos se salvan.  La estupidez implica la falta de cultura, de conocimiento en profundidad de los temas, de educación -entendida ésta, no sólo como una buena preparación académica, sino como las herramientas indispensables de comportamiento social-. La estupidez provoca otras enfermedades, daños colaterales: el amor al rebaño, la apetencia por la vanalidad, el desprecio por los valores y las cosas bien hechas. Valores que exigen reflexión, estudio, dedicación, disciplina. Todo lo contrario de la apetencia nacional al compadreo, el amiguismo, el hablar de oidas, la cuchipanda, la chapuza, el "aquí te pillo aquí te mato", el "tente mientras cobro".

                                                                              ©Angelo Prey

La nueva casta de demagogos de rebajas medran acusando a los viejos paquidermos artríticos de inoperancia, falsedad y sinvergonzonería. Todo eso ya lo sabíamos, es de dominio común. ¿Y qué más? ¿Cómo piensan conseguir que los habitantes de este país se conviertan en justos y benéficos, como pretendían los pardillos constitucionalistas ilustrados? ¿Por decreto ley? ¿O va a ser una medida revolucionaria, votada a través de las santas y mártires redes sociales, las nuevas diosas del Olimpo? ¿Les van a explicar a los adictos a la tecla minúscula y la pantalla mínima que desde la fundación del Reino de España en el siglo XV, esto ha sido un desmadre, un despropósito, un ladrocinio, cuando no un crimen de lesa humanidad? Que aquí lo que ha aprendido la gente, con el ejemplo que le daban "los de arriba", ha sido fundamentalmente a engañarse unos a otros para sobrevivir, a delatar para quedarse con los bienes del vecino, a fusilar para proteger los privilegios, a quemar en la hoguera para defender el trono del obispo. Que aquí comercio es igual a trampa y la palabra dada equivale a "si te he visto no me acuerdo". Que mientras los estados protestantes vecinos  medraban no sólo con el pillaje de las colonias, sino con intercambios comerciales basados en la seriedad y la honestidad de las transaciones, aquí, además de llevarse todo lo llevable de América, se dedicaban a malgastarlo y a vivir del cuento. En definitiva, que no hemos inventado nada relativo a corrupción, brutalidad y desprecio por lo público, desde hace varios siglos. Que todo esto no es nuevo, sino el resultado de una historia común desastrosa y envilecida.

                                                                           ©Angelo Prey

Y ese estado de cosas enquistadas, rancias, cosidas a la genética patria, ¿lo piensan cambiar de un plumazo, o con unas nuevas acampadas urbanas ahora que llega el calor? Los productos de consumo, desde los coches a los medicamentos, pasando por las lavadoras y los móviles, ¿los vamos a seguir comprando a los que los diseñan, o nos vamos a poner a hacerlos aquí? ¿Vamos a ser capaces de pasar de poner ladrillos a inventar alta tecnología? ¿Cómo, si los jóvenes más preparados, los que hablan idiomas y se han esforzado estudiando durante años mientras otros pintaban la mona, se han largado a países donde les reconocen y pagan sus méritos, en un nuevo exilio, de los muchos que aquí ha habido?

La panacea, según nos cuentan, es demoler la llamada Transición y, de paso, proclamar la III República. Como si los problemas estructurales del país provinieran tan sólo de este periodo y se fueran a arreglar con ese acto mágico-simbólico. Pero, en cualquier caso, para no llamarnos a engaño, recordemos que todo el crecimiento que se ha producido en España en el pasado inmediato (esa etapa gloriosa de dinero fácil, donde nadie protestaba, se conoce que porque también estaban participando del reparto); ese crecimiento -dicen las estadísticas- lo ha sido a base de deuda, no de salarios ni de beneficios, porque tenemos unos índices de productividad más que bajos, bajísimos. Nuestro país tenía en 2006 igual productividad que Suecia en 1975. ¡Olé! ¿Piensan, estos mirlos blancos de la política telegénica, elevar la productividad con recetas de plantas medicinales, nacionalizando empresas y bancos, o implantando la  CPVPV (Comisión para la Promoción de la Virtud y la Prevención del Vicio)? Deberían contárnoslo, lo mismo nos sorprenden. Por cierto, cuando pienso en algunos y algunas de los que tienen más posibilidades de ser presidentes de la república, se me abren las carnes y las tengo que poner en adobo. 

Tampoco estaría de más que en un rato libre, entre guasap y guasap, leyeran los proclamadores republicanos algún libro serio sobre la II República y cómo acabó. A lo mejor se les quitan las prisas y se dedican a preparar su advenimiento con más calma, no vayamos a cometer parecidos errores y dislates, que tiene pinta de que volvemos a transitar las mismas trochas inciviles y adocenadas.



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